El paraíso: una manta sobre el piso.

Comencé el instructorado de yoga con un ánimo plano y gris, y más que nada porque conocía y valoraba a la Maestra. Yo estaba en un franco estado de anestesia emocional. Ella insistía en que participara. Cuando terminó el curso me dijo: Tal vez en algunos años descubras tu propio yoga. No entendí a qué se refería; tampoco se lo pregunté. 

Mientras estudiaba mantuve mi convencimiento de que no daría clases. Me sentía inadecuada por muchas razones, entre ellas la gordura, que siempre agregaba su parte a la convicción permanente de no-ser-suficiente-para y, además, y muy especialmente, el yoga me resultaba aburrido y frustrante; quiero decir que al tener que hacer lo que se suponía que tenía que hacer, la exigencia, divorciada de mis reales posibilidades y muy lejos del placer, transformaba mi práctica en algo parecido a una medicina que tenía que tragar. 

Durante la formación había hecho todos los ejercicios del programa, o casi. Tenía una artrosis precoz y no lo sabía, así que la no selección de los movimientos había agravado mis síntomas, y sumado a mi yoga aburrido, varios meses antes de terminar el curso abandoné la ejercitación. Después de un alivio inicial, empeoré. 

Hasta que un día, el colmo del malestar me llevó a atravesar mi estancamiento. Tenía miedo: me había “buscado” médicos que confirmaran mi inercia y me habían dicho No haga yoga. Ese bendito día salté por encima de cualquier designio profesional o propio, puse música y comencé a moverme con tal detalle, con tal cuidado, con tal auto guía basada en la exacta sensación, que me encontré con un “universo” que ni en mis más osadas imaginaciones pensé que existiera: Descubrí el intersticio del no dolor, un espacio, al principio tan fino como un cabello, en que el dolor desaparecía. Lo encontraba tanteando con mi atención como si fuera un instrumento afilado. 

Comenzó a aparecer placer y la continuidad se hizo “aceitada”. No necesitaba realizar cantidad de ejercicios diferentes sino calidad de aquellos que sentía “míos”. Practicaba un rato al día. A más de tres décadas cada clase sigue siendo especial. 

El yoga me ha dado tesoros indescriptibles en salud, regocijo y satisfacción profesional. Sigue sorprendiéndome que una manta sobre el piso pueda convertirse en un paraíso portátil.