Mi hijo se come todo

Hijos gordos = padres preocupados

Mi hijo tenía tres años cuando asistí a una reunión informativa sobre alimentación infantil. Yo estaba gorda y lo veía gordo a él también.

A la hora de las preguntas insistí por una respuesta: “¿Cómo hacer para que mi hijo gordo no se convierta en un adulto gordo?”. El médico disertante, después de asegurarme que las redondeces de mi hijo eran propias de su edad y contextura, y ya visiblemente cansado por mi insatisfacción ante sus respuestas, finalmente me dijo: “Hay una sola manera de que su hijo se convierta en un adulto gordo, y es que usted lo jorobe…”.
No podía creer lo oía. ¿Yo, jorobar a mi hijo? Imposible.

Tardé años en darme cuenta cabalmente de lo que el médico me quiso decir, ya que para comprender, yo misma tenía que aprender a no jorobarme.

Jorobar al hijo es lo que pasa cuando intervenimos en sus procesos naturales de nutrición; entendiendo nutrición por la capacidad innata de alimentarnos a demanda del organismo. El organismo nace preparado para sostener un peso cómodo sin presiones ni intervenciones. Un bebé sano ejerce este mecanismo perfectamente.

Nací en 1951. Soy de la época en que los bebés eran alimentados en horarios pautados y en cantidades preacordadas… como haciendo dieta. Hace décadas que los pediatras aconsejan alimentarlos cuando lo piden y hasta donde ellos lo deseen. En el campo de la alimentación infantil, éste ha sido un avance inmenso: el descubrimiento de que la autoconfianza en los niños comienza cuando se les da la posibilidad de que ellos se den cuenta de cuándo necesitan alimento y lo pidan. Pedir y obtener el alimento, y practicar el “basta” les permite confiar en sí mismos y en su entorno.

– Mamá, no quiero más.
– Te me terminás todo. Los chicos de Biafra no tienen qué comer y vos estás dejando comida.
O también:
– Mamá, tengo hambre.
– Ahora no. No es la hora de comer y ya estás muy gordo.

Estos comentarios, aparentemente inofensivos y realizados con la mejor intención, lo mismo que la costumbre de esconderle la comida, van creándole el registro de que no puede confiar en sí mismo y de que su cuerpo no es aceptado y, por lo tanto, él no es amado. Todo un contrasentido considerando que nuestra intención estaba guiada por nuestro amor.

Las indicaciones a nuestros hijos sobre su forma de alimentarse revelan, no tanto un asunto con la comida, sino las maneras que adopta el control y el poder en cada familia. Por eso es tan fácil que la mesa se convierta en el campo de batalla entre mi poder como mamá/papá/abuela, etc., y su poder como hijo. En esta puja, los chicos pierden siempre.

La ansiedad por la comida se gesta cuando somos pequeños. Su plataforma es la falta de confianza que generan nuestros juicios negativos sobre su persona, sus actividades y tareas, y el control que ejercemos sobre su manera de comer. Para mí, confiar en que los chicos “saben”, confiar en que lo traen al nacer, fue un aprendizaje y una tarea en el marco de mi propia recuperación.

Nota: Encontrarás información adicional en el artículo ¿Sabías que podemos ser adictos… a las personas?

ELENA WERBA

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