A mediados de los 90 vivía en Monte Grande. Me había mudado hacía muy poco. Desde el tapial del fondo, uno a uno, llegaban compañeros y compañeras entrañables: gatos, siempre pequeños, siempre necesitados. Pensándolo ahora, así también estaba yo: “pequeña” y “necesitada”.
Al primero mis hijos lo llamaron Nescu, por el Nesquik que tanto les gustaba.
Estábamos en una casita que conseguimos alquilar. Aunque el divorcio estaba decidido todavía no se concretaba la separación. El último año había sido de pérdidas repetidas: el piso de Belgrano, la industria familiar, la casa del country… y de mudanzas repetidas y cercanas unas de otras. Estaba agotada, asustada, trabada y depre.
Mi matrimonio había sido tradicional, o sea con la economía mezclada, los “territorios” mezclados. Por primera vez contaba con algo de dinero que era sólo mío: lo que habían sumado las pocas cuotas pagadas al momento de transferir el boleto de un departamento que intenté comprar como parte de los preparativos para la separación, y que había sido imposible concretar debido a nuestra quiebra inminente.
Le sugerí a mi esposo compartir los gastos. No estaba trabajando. Contaba con su partida para tener el living para dar clases de yoga y reiniciar mi trabajo para enseñar a superar la ansiedad hacia la comida. Este trabajo había comenzado en febrero del 94 y había desaparecido todo el 95 con el cambio geográfico de Capital a la zona sur.
Con los chicos éramos cuatro en esa casita: un lugar imposible por lo reducido y el living estaba siempre ocupado. Aunque el dinero salía pero no entraba, sentía intuitivamente que necesitaba compartir los gastos: necesitaba crear territorio propio, responsabilidad propia, camino propio.
Tirada en la cama, sin ganas de nada, con un susto más que hondo por la incertidumbre con respecto a todo, especialmente a lo económico, pensando que en breve el total del alquiler, los servicios y todo lo demás sería un asunto sólo mío, escuché llorar a un gato. No me moví. Metida en mi negrura me resbalaba su llanto, pero el gato “insistía”.
Finalmente salí al patio. Sobre el tapial, un gatito horrible con manchas de peladuras en todo el cuerpo maullaba desesperado. Se me derrumbó la limitación con el dinero. Envolví al gato en un tohallón viejo y lo llevé al veterinario. Me dijo que estaba grave: muy desnutrido y sarnoso. Me dediqué a cuidarlo con toda mi alma sin medir los gastos necesarios.
Al mes el gatito estaba perfecto y yo estaba trabajando. Aunque faltaba medio año para poder hacerlo en la casa, había conseguido trabajo como profe de yoga en la Asociación Israelita de Monte Grande.
Gracias mi peludo amigo, gracias Nescu. Con tu ayuda empecé a darme cuenta de cómo salir de mis negruras.