Al finalizar el instructorado de yoga me fui a la India. Estaba gorda, y no era solamente un asunto relativo al tamaño de mi cuerpo: mi mente también estaba gorda, bien llena con una manera particular de pensar que contenía la certeza de que no daría clases, fundamentada, ésta certeza, en mis obvias limitaciones físicas.
Estaba en Rishikesh al pie de los Himalayas, en el ashram de Swami Shivananda. El cocinero de ashram, Swami Krishna, me daba clases de yoga cada día a las 15.30 en una de las terrazas. ¡Cómo no me gustaban esas clases!, más que nada porque me dolía todo y me sentía torpe, inadecuada. Aun así, y sin que realmente pueda explicármelo, seguí yendo cada día.
Después de la clase me daba a beber leche con Opovital. No había visto este cacao desde mi infancia. Con la cultura de dieta marcando el paso de mi vida desde los 12, el Opovital me resultaba inconcebible. Pero el asunto es que Swamiji no me veía gorda. Empecé a pensar, por primera vez, que la realidad visible estaba sometida, para hacerse visible, al modo de ver/interpretar.
Quedaron en Buenos Aires marido e hijos, en aquel entonces de 3 y 7 años, y no había mail ni celular, pero había teléfono, aunque prohibidísimo para mí, simplemente porque mi profe de yoga me había recomendado antes de partir: “Si querés traerte una experiencia de verdad transformadora, hacé abstinencia de toda comunicación porque, para tener alguna posibilidad de que eso suceda, necesitarás “quebrar” el automatismo de los roles y, considerando además, que 1 mes para estas instancias es un tiempo breve ”.
No hace falta que te cuente acerca de la culpa, y de extrañar, aunque para mi gran sorpresa, fueron cuestiones sólo de los primeros días: otra oportunidad para darme cuenta de que el infierno es portátil, y siempre originado en el modo de ver/interpretar.
Casi al finalizar ese mes mis roles familiares y sociales habían desaparecido de mi cabeza: ya no era hija, esposa, madre, amiga… sólo era. Con los conocimientos que me vinieron después, pude darme cuenta de que, del par mental que a todos nos habita: ego histórico y ser no histórico, abstenerme de comunicarme inclinó la balanza hacia el ser y, entonces, al cruzar este puente sobre el Ganges, me invadió una súbita comprensión: Todas las imperfecciones son interpretaciones. Las imperfecciones son un asunto inherente, únicamente, al funcionamiento de mi mente.
Volví pocos días después y puse un aviso clasificado: “Soy gorda y doy yoga para gordos”. Qué misterio la aceptación que, desde ese instante, se transformó en “aceptar es acción para aceptar”.
La esencia de esta experiencia devino en un patrón circular: Si tengo miedo lo hago igual, y si lo hago desaparece el miedo o, en otras palabras: Si me siento insuficiente lo hago de todas maneras y, al hacerlo, desaparece la percepción de sentirme insuficiente.