Allá por el 2001, en pleno hecatombe nacional, la amada escuela secundaria de mi hijo anuncia que cierra. Ya de diecisiete, y con sólo un año para finalizar, le entrego completamente la decisión de a qué escuela ir. Elige la que está más cerca. Según él no tiene otra ventaja. La que cierra había sido excepcional en muchos aspectos, especialmente uno que atesoraba: jugar a la pelota en los recreos, cosa prohibida en ésta.
 
Un día vuelve con una congoja inmensa: «Vi a un nene pateando una cajita. ¿Te das cuenta? Es de lo más triste».
 
Deseo suyo aunque también empatía suya. Por esto último es que se quedó en mi memoria.