“Hay que dar gracias: esta nieve sobre el techo pertenece también al cielo”. Quiero compartir con vos este breve poema llamado “haiku” escrito en Japón en 1827. Es mi haiku preferido. Me resulta balsámico al evocarme la unidad y, por lo tanto, la aceptación de mi oscuridad así como de mi luz. ¡Qué aliviador me resulta darme cuenta de que la oscuridad es necesaria! Porque el nacimiento que evocamos en Navidad, nos puede ocurrir cada día, incluso varias veces por día. Así como el Niño-Dios nace en un lugar relativamente oscuro: un establo, nuestro Dios-Niño se origina en la “cueva” del corazón. Es en la oscuridad del hueco en la tierra donde la semilla comienza a brotar, y en el cobijo del útero oscuro que el niño se forma. El ascenso a la montaña o al monte, el tallo que se levanta, el alumbramiento… todo viene después: la fértil oscuridad es primero. Después de la oscuridad, la luz es inevitable y se desliza como el amanecer: suave e impostergable, ineludible. Otra manera de expresar lo mismo, a mi modo “casi haiku”: El día con su gran expectativa parece indicarnos: ahora es, comienzo. No estoy de acuerdo: primero ha de no-ser para ser luego. La noche virgen, el hueco oscuro, temido, necesario: ése es el punto de partida.