Ayer, como casi todos los días, mi yoga en la terraza. Son las 4. El sol diáfano, espléndido, acostándose lentamente. De espaldas, se irradia el calor perfecto de las baldosas a través de la delgada colchoneta. No puedo comenzar. Estoy extasiada con algo completamente nuevo: el tono del azul del cielo y las nubes, algodonosas como nunca, de un blanco único. Ayer, día de viento, para las 4 había amainando y apenas las deslizaba. Ayer hice yoga sin moverme: con la mirada, con la piel, con el alma.